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1 de noviembre de 2023

El cuidado de personas ¿algo "peligroso" o "penoso"? Por Teresa Martínez

 



Ante la petición del plus de “peligrosidad” en el cuidado de larga duración. Una llamada a la reflexión.

Asistimos en Asturias a un momento de reivindicación laboral sobre el cuidado de personas en residencias de personas mayores donde se reclama el cobro de un plus de “peligrosidad”, junto con ratios presenciales suficientes para poder avanzar hacia un nuevo modelo de cuidados. 

La reivindicación de este plus no es un asunto nuevo.  Desde el movimiento sindical se reclama esta petición ahora con mayor rotundidad, exigencia a la que se han sumado partidos políticos de muy diferente ideología. Una retribución que viene siendo aplicada a ciertas categorías profesionales de atención directa en algunos servicios de atención a personas con discapacidad intelectual y enfermedad mental. Se exige en estos días también para las residencias de personas mayores argumentando que a estos centros cada vez “llegan más psiquiátricos” y que son “agresivos”. 

Vaya por delante mi reconocimiento al conjunto de profesionales implicados en el cuidado de larga duración y al gran papel que vienen desempeñando. Pero desde mi respeto a todos los actores de este debate, con razones y argumentos que siempre deben ser escuchados, creo que estamos ante un momento de confusión donde se mezclan conceptos,  demandas e intereses diversos. Creo que justo ahora hace falta una reflexión de mayor profundidad sin perder de vista un asunto central: la consideración de las personas implicadas en el cuidado desde su dignidad. Por esto me he animado a escribir en mi blog esta nueva entrada, como profesional independiente comprometida durante más de 35 de profesión con impulsar un cuidado que ponga en el centro a las personas (en plural). Espero que lo que expongo a continuación así se entienda.

La importancia del lenguaje que usamos en el cuidado cotidiano, en las normativas que lo amparan, en los procedimientos que lo organizan, en la legislación laboral que lo regula y también en las demandas laborales o sindicales, no es una mera opción de estilo o de capricho.  El lenguaje que utilizamos, es el principal vehículo de nuestro pensamiento, individual y colectivo. Creencias que se vinculan a emociones y que predisponen comportamientos. El lenguaje en el discurso privado, pero especialmente en el público, importa enormemente, no es algo baladí.

La relación entre lenguaje y pensamiento, cómo las palabras construyen pensamiento y cómo nuestras creencias se consolidan o se van modificado a través de aquellas, es objeto de reflexión y de estudio desde hace mucho tiempo. Distintos trabajos muestran en las últimas décadas la estrecha y compleja conexión entre lenguaje y la triada: pensamiento, emoción y comportamiento.  El lingüista y científico cognitivo George Lakoff afirma que el pensamiento humano se organiza a través de lo que denomina marcos mentales, los cuales sirven para organizar e interpretar nuestro mundo interconectando conceptos.  Marcos mentales que son activados cuando, en la vida cotidiana, utilizamos o escuchamos ciertos términos.

 

Enmarcar el cuidado como peligroso o penoso no es algo innocuo

El cuidado a personas en especial situación de vulnerabilidad no puede conceptualizarse como algo peligroso ni penoso.

Si nombramos a quienes cuidamos como seres “peligrosos” o consideramos que cuidarles es “penoso” estamos reforzando un marco mental no apreciativo del valor de la persona, un marco donde cuidar es algo negativo, lo que nos puede llevar al rechazo y a la desconsideración. Nombrar a las personas desde estos marcos refuerza el estigma, genera daño y atenta contra la dignidad de las mismas.

La mirada a las personas a quienes cuidamos es el punto de partida del buen o mal trato/cuidado.  Si nuestra mirada parte del respeto de la dignidad, de la aceptación, del objetivo de lograr apoyos personalizados, nos predispondremos, al menos de inicio, hacia el buen trato y al cuidado digno. Si, por el contrario, nuestra mirada parte del dis-valor, de una apreciación negativa de las personas, del estigma, de su etiquetaje, la puerta de entrada al trato inadecuado queda abierta.

La necesidad de apartarse del estigma que conlleva la consideración de las personas con discapacidad como “peligrosas” es defendida explícitamente por la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad a la que España se adhirió en el año 2007, lo cual la convierte en norma de obligado cumplimiento en nuestro país.

 


El hecho es que este reclamado plus de peligrosidad está definido en la legislación laboral y se viene aplicando a diferentes categorías profesionales de atención directa en ciertos recursos de atención social y sanitaria a personas con discapacidad. El otro día asistí a una interesantísima jornada de la asociación asturiana A Teyavana, implicada activamente en el cuidado digno de personas con enfermedad mental. Se insistió repetidamente, por parte de personas usuarias, familiares, profesionales y expertos/as que participaron en la misma, en la necesidad de denunciar el arraigado estigma de las personas con enfermedad mental, considerados habitualmente como peligrosos, cuando los datos indican que los comportamientos agresivos no son más altos que en la población “normal”. ¿Cómo casa la necesidad de frenar este nocivo estigma con el hecho de que en distintos servicios de salud mental y también en centros de discapacidad intelectual algunos profesionales estén cobrando todos los meses el correspondiente plus de peligrosidad?

Obviamente, no defiendo bajar los salarios de los y las profesionales que se dedican a la atención de personas con discapacidades. Todo lo contrario, es necesario reconocer y dignificar la profesión de cuidar, tan ignorada y tan escasamente valorada. Pero creo que es necesario detenernos a analizar el significado y las implicaciones de estos pluses, que pueden actuar como activadores de la idea de que se está cuidando a "seres peligrosos", intrínsecamente agresivos o que cuidar es siempre algo negativo. Consideraciones que no solo son inciertas, sino que además son moralmente inaceptables.

Las normas, los pluses laborales y  otros instrumentos administrativos, son herramientas ideadas y acordadas para ordenar una vida justa y buena. Son simples medios que, si hay voluntad, pueden ser modificados tanto en su concepto como en su nomenclatura. Nuestra carta magna, la Constitución del 78, va a ver corregido el texto de su artículo 49 donde todavía se habla de “disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos…”, tras dos décadas de reivindicación del movimiento asociativo de la discapacidad, al entenderlo como una terminología desfasada, ofensiva y denigrante para las personas.

¿No es posible elevar una petición similar y defender el “stop” al estigma en las personas con discapacidad evitando que su cuidado se conceptualice y se retribuya como algo “peligroso” o “penoso”? Creo que es preciso debatir las características que describen el cuidado de larga duración ¿peligrosidad vs complejidad? ¿penosidad vs necesidad de apoyos a quienes cuidan?... En mi opinión, hemos de defender un salario digno para los y las profesionales sin recurrir a descripciones o soluciones que dañen la dignidad de las personas implicadas en el cuidado. Porque el cuidado es, sobre todo, relación interpersonal de apoyo y convivencia.

 

Cuidar implica, en ocasiones, atender situaciones complejas y esto requiere de apoyos diversos

Dicho todo lo anterior, también creo que hay que poner de manifiesto que el cuidado, en ciertas situaciones, puede entrañar gran complejidad. Los profesionales de atención directa se enfrentan, en ocasiones, muy solos y sin la formación suficiente, a situaciones difíciles que generan sufrimiento a ellos mismos y también a las personas a las que atienden. Estoy refiriéndome a ciertos comportamientos (no a personas) autoagresivos, heteroagresivos o altamente disruptivos que acarrean un gran malestar. 

Estas situaciones difíciles vinculadas al cuidado de personas generan un alto estrés a quienes cuidan (también en las propias personas y en las familias), lo que no se arregla con una paga “por aguantar lo que toca”. Estas conductas complejas precisan de profesionales suficientes,  bien formados, con habilidades para su abordaje y, en ocasiones, también de apoyos especializados sociosanitarios que busquen respuestas adecuadas a situaciones que, sin ser mayoritarias en los centros de personas mayores, suponen dificultades reales que no están todavía bien resueltas.  


Los protocolos “anti-agresión”

Considero que también es necesario redefinir los actuales protocolos “anti-agresión” que se aplican cuando un trabajador/a recibe puntualmente una agresión por parte de una persona usuaria en un centro de atención a personas en situación de fragilidad o dependencia. La mayoría son personas con deterioro cognitivo, enfermedad mental o discapacidad intelectual. Personas altamente vulnerables.

Son protocolos que, habitualmente, se limitan a “sacar la foto” del resultado final: el daño que se ocasiona al profesional. Ignoran o invisibilizan qué estaba pasando o qué llevó a esta consecuencia final. 

Es necesario dar un giro a estos procedimientos, denominarlos y diseñarlos desde otra mirada, de modo que realmente sirvan para recoger, documentar y analizar lo sucedido, permitiendo comprender y aprender de las secuencias de interacción/trato (bidireccionales) que se han producido y de este modo poder apoyar una actuación profesional basada en la buena praxis, avalada por la ética y por la evidencia científica. 

Muchas veces, lo sabemos, estas reacciones etiquetadas como “agresivas” son las únicas respuestas que una persona puede dar ante situaciones que no comprende y ante las que pretende defenderse. Reacciones emocionales que son consecuencia de servicios rígidos, de ratios insuficientes que no permiten ofrecer un cuidado realmente personalizado.  Estos procedimientos deben servir para proteger los derechos de las personas (residentes y profesionales), identificar las posibles carencias de los servicios (de recursos, de formación, de sus prácticas profesionales y organizativas, etc.) y asegurar así tanto el buen trato al profesional que cuida como a la persona que recibe atención.


 

En positivo, hacia una nueva mirada al cuidado de larga duración

En este camino de cambio en el modelo y sistema de cuidados de larga duración, tenemos todavía mucho trabajo por delante.

Por ello, es indispensable reflexionar y canalizar demandas que eviten la  estigmatización. Hago una llamada a situarnos en el marco ético del buen cuidado, al compromiso de los agentes implicados, al rigor y al respeto de los derechos de TODAS LAS PERSONAS, de quienes cuidan  y de quienes reciben cuidados. Sin que se laceren los de unos por defender los de los otros. 

El cuidado es una actividad de encuentro, de apoyo, esencialmente relacional, se presta desde la interacción humana, del trato directo de seres humanos que conviven juntos. Va más allá de realizar mecánicamente tareas o de aplicar protocolos. Cuidar significa acompañar VIDAS VALIOSAS, vidas que merezcan la pena ser vividas. El marco mental de la “peligrosidad” o la “penosidad” nos lleva, como poco, al temor, al recelo, al rechazo, a la inhibición, a la distancia, a la estigmatización y, en consecuencia, en ocasiones también a la discriminación, al trato coercitivo y a la vulneración de derechos. Es decir, a un trato inadecuado. Este nocivo marco mental puede incluso llegar a justificar conductas inapropiadas ante alguien que hace difícil nuestra labor.

Aprovecho este post para recomendar la lectura del Decálogo Nueva mirada al cuidado. Desterrando mitos, elaborado por la Red CuidAs, donde se comparten una serie de consideraciones pensando en las personas, en plural, implicadas en el cuidado: personas que reciben cuidados, profesionales y familias.

Construyamos un camino donde el cuidado dignifique a todas las personas comprometidas con el mismo. Esto es posible si existe diálogo constructivo y si este legítimo debate se lidera desde una reflexión que tome como base la ética.

Como dice el profesor Lakoff, “pensar de modo diferente, requiere hablar de modo diferente”. Llevándolo al nuestro terreno: un nuevo modelo de cuidados requiere de términos, de palabras, de pluses, de normas, y por supuesto también de compromisos, alineados con otra mirada al cuidado. En este camino nos encontramos, afortunadamente, cada vez más personas.

 

 

29 de septiembre de 2022

Las unidades de convivencia modelo hogareño. No todo vale.

 




En esta nueva entrada quiero presentar el documento Nº 8 de la Serie Acpgerontología. Una serie que desde hace años comparto en modo abierto en la Web Acpgerontologia con el propósito de difundir el conocimiento que se va generando en relación a algunos temas de especial interés en la aplicación del enfoque Atención Centrada en la Persona en el ámbito de los servicios gerontológicos. Un informe que lleva por título Las unidades de convivencia modelo hogareño, alternativa a las residencias de personas mayores institucionales.  

Tras los efectos devastadores que la Covid-19 ha tenido en las residencias de personas mayores y las carencias generales que se han visibilizado en el sector de los cuidados de larga duración, este asunto parece haber pasado a la agenda social y política. Asistimos a un momento importante de donde se escuchan análisis y propuestas sobre distintos temas relacionados con el atención a las personas en situación de dependencia.

Concretamente desde la Unión Europea se trabaja ya en la Estrategia Europea de Cuidados, la cual, en relación a los cuidados de larga duración se plantea el objetivo de lograr servicios asistenciales de alta calidad, asequibles y accesibles, a la par de apostar por lo que se ha venido denominando como el itinerario de la des-institucionalización, priorizando el cuidado en casa y los recursos de enfoque comunitario. Lo que no niega la necesidad, para algunas personas, grupos familiares y situaciones, de un cuidado profesional en alojamientos fuera del propio hogar, aunque sí se reclama un concepto diferente  de estos servicios, de modo que no priven a las personas de sus derechos, del control de su vida cotidiana y de la conexión con su comunidad. 

Estamos, por tanto, ante un momento decisivo de replanteamiento, no exento de controversia, en relación al necesario cambio del actual modelo residencial en nuestro país. Los efectos de la pandemia han contribuido a una mayor conciencia social sobre las carencias del sector y, también, de los efectos negativos de las residenciales tradicionales en cuanto a la calidad de vida de las personas que allí viven y conviven. Insuficiencias referidas a las ratios y salarios profesionales o a la disponibilidad de recursos, pero también a la enorme inadecuación del enfoque sobre qué es realmente importante en el cuidado para proteger la dignidad de las personas. Estamos ante un giro que busca abandonar definitivamente el cuidado institucional y consolidar modos diversos de cuidado profesional en entornos hogareños.

En este contexto, donde se cruzan datos, valoraciones, demandas, interpretaciones de sucesos y propuestas diversas sobre cómo cambiar el modelo residencial, este informe pretende resumir y compartir el conocimiento existente sobre las unidades de convivencia modelo hogareño, una de las fórmulas elegidas para reorientar el modelo tradicional, el cual se erige todavía aún en muchos servicios desde una mirada y lógica más centrada en las tareas y en la organización del servicio que en las personas.

De hecho, desde hace décadas, en los países más avanzados, las unidades de convivencia se han constituido en la principal alternativa con  capacidad para facilitar este tránsito, al mostrar resultados positivos en la mejora de las vidas de las personas implicadas en el cuidado (personas mayores, familias y profesionales de atención directa).

Una nueva concepción de las residencias también ya iniciada en España en estos últimos años, de forma minoritaria, por parte de algunas entidades pioneras (es el caso de Fundación Matía) y también por algunas administraciones públicas. 

Un camino pionero que hemos de poner en valor y que se ve reforzado por el acuerdo en materia de acreditación y calidad para los centros y servicios del SAAD propiciado por el Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030, el cual convierte a las unidades de convivencia en el principal referente del nuevo modelo residencial de nuestro país.

Por ello resulta fundamental, ahora más que nunca, conocer qué es (y qué no es) una unidad de convivencia, cuando esta se enmarca en el paradigma housing/hogareño, teniendo en cuenta el conocimiento existente, el cual, dicho sea de paso, no solo se nutre de la evidencia científica. Este es el motivo principal que me ha animado a elaborar y compartir este documento. 



                                       

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Este informe aborda, en primer lugar, el origen y la filosofía de este nuevo modelo de cuidado residencial, el cual toma como principal referencia el ambiente-dinámica "hogar" sin por ello renunciar a la calidad que debe tener el cuidado profesional. 

En segundo lugar,  resume las principales características que estas unidades deben tener a tenor del conocimiento existente, así como los principales beneficios constatados en diferentes estudios cuando son comparadas con las residencias tradicionales. 

También señala los principales retos del tránsito en el cambio de modelo en el cuidado de larga duración en nuestro país y algunos riesgos en la aplicación de esta nueva alternativa residencial. Finalmente ofrece algunas recomendaciones (provisionales) para su puesta en marcha.

La transformación del modelo de atención residencial, se enuncia ahora, ¡por fin!, como un objetivo urgente y necesario. Un proceso de cambio que, como se reclama repetidamente, requiere de una financiación suficiente, pero también de una nueva mirada a la calidad del cuidado, basada en un enfoque de derechos de las personas, y para ello, de la implicación y apuesta de muchos actores en cuanto a cómo deben ser los nuevos servicios y las  organizaciones cuya misión es el cuidado de personas en entornos residenciales. 

Hemos de avanzar, progresiva pero decididamente, más allá de la existencia de unos criterios mínimos de calidad compartidos a nivel nacional como marco referencial. Precisamos ahora hacer realidad el cambio. Una necesidad que, afortunadamente, cada vez es más compartida y exigida por la ciudadanía. Una exigencia ciudadana informada puede ser, quizás, el principal factor de éxito para que todo esto sea posible. Porque cuando hablamos de avanzar hacia un nuevo modelo residencial que permita vivir y ser cuidado "como en casa", no todo vale. 








2 de junio de 2022

Las personas y sus cuidados. Un cambio que ya no puede esperar más. Mayte Sancho y 11 firmas más.

 



El 1 de abril del 2020, un grupo variado compuesto por profesionales, asociaciones de personas mayores y con diversidad funcional, usuarias y familiares relacionadas con el cuidado de larga duración  y expertos de distintos ámbitos, nos posicionamos con firmeza a través de la Declaración “Ante la crisis del COVID-19: la oportunidad de un mundo mejor”. Un manifiesto público en favor de un necesario cambio en el modelo de cuidados de larga duración en España que tuvo una amplia difusión y que recabó más del millar de firmas.

En esos momentos, no podíamos imaginar las consecuencias que acarrearía esta nueva amenaza vírica para las personas más vulnerables, especialmente, para quienes vivían en residencias. Solo un dato: España figura en los primeros puestos del ranking europeo de fallecimientos durante la pandemia y todavía más arriba en los porcentajes de fallecidos en residencias de personas mayores.

En este escrito, reclamábamos la revisión urgente de nuestro modelo de cuidados de larga duración para así poder dar respuestas diversas, globales y ecosistémicas adaptadas a las necesidades y preferencias de las personas. Nuestra intención era no solo  evitar en el futuro situaciones semejantes a las vividas, sino también generar reflexión sobre el rumbo que debería orientar dicha transformación, situando en todo momento a las personas en el centro de la atención, protegiendo sus derechos y apoyando vidas que merezcan la pena ser vividas.

En los dos últimos años se ha ido generando abundante reflexión y propuestas documentadas desde todos los ámbitos concernidos en este complejo asunto: personas mayores y familiares afectados, profesionales procedentes de diversas disciplinas, asociaciones e instituciones diversas que se han posicionado en defensa de los derechos de las personas, víctimas de un sufrimiento injustificable y excesivo.

Las residencias se han situado en el foco de la atención porque, junto con el elevado número de fallecimientos y el sufrimiento experimentado, ha aflorado nuevamente ese rechazo histórico a estos recursos por buena parte de la ciudadanía. Lo cual no significa dejar de reconocer el inconmensurable esfuerzo y entrega de los miles de profesionales y de familias que han puesto en riesgo su salud y sus vidas por garantizar un cuidado digno a las personas que acompañan.

En este contexto de crisis, la acción de organismos internacionales como la OMS o la UE no se ha hecho esperar. En este último caso, la aspiración de favorecer esa transformación de los cuidados de larga duración ha venido acompañada de recomendaciones claras y explicitas por parte del órgano comunitario, así como de importantes dotaciones de fondos (Next Generation) destinadas a hacer posible un cambio de modelo que reclama un giro en un doble sentido.

  • Por un lado, un desarrollo decidido de los servicios domiciliarios, coordinados en el ámbito comunitario, integrando apoyos flexibles y diversos -además de los clásicos sociales y sanitarios- de modo que se pueda garantizar lo que las personas deseamos, que no es otra cosa que poder permanecer en nuestro entorno y en conexión social.
  • Por otro lado, afrontar un proceso de desinstitucionalización, el cual es exigido en el art. 19 de la Convención de derechos de las personas con discapacidad (ONU, 2007). Una propuesta que pretende transformar las actuales plazas residenciales en entornos domésticos, hogareños, modulados en grupos pequeños de personas en situación de dependencia grave y, cómo no, disponiendo progresivamente de más habitaciones individuales, elemento esencial para garantizar la intimidad de quienes allí viven.

Desde la Secretaría de Estado de Derechos Sociales, se ha trabajado con un claro compromiso en esta línea, siguiendo las recomendaciones europeas y poniendo a disposición los deseados fondos económicos que contribuyan a afrontar este itinerario, complejo, largo, lleno de incertidumbres, pero claramente dirigido a mejorar el bienestar de las personas.

Pretender lograr un acuerdo nacional de criterios mínimos para la acreditación y calidad de los centros y de los servicios de atención a la dependencia, ha sido un planteamiento valiente y necesario. El proceso seguido en estos meses, de gran complejidad por la diversidad de miradas e intereses, ha contado con la participación de diferentes agentes y ámbitos y se ha caracterizado por la escucha.

El actual borrador de acuerdo, con sus luces y sus sombras, supone un salto cualitativo frente al modelo que todavía prevalece en el sector. Sin embargo, parece que hasta el momento no se ha conseguido el imprescindible consenso que permita avanzar desde realidades diferentes hacia un mismo propósito.

Esta situación actual de bloqueo nos preocupa enormemente y, de nuevo, desde nuestro compromiso profesional y ciudadano, queremos compartir nuestra alarma. Porque no llegar a un acuerdo implicaría renunciar a una oportunidad, quizás única, que la pandemia, visibilizando las carencias ya conocidas por muchos, nos ha posibilitado. 

Por esto, a través de este escrito queremos hacer una llamada a la reflexión, al compromiso con las personas y a la altura de miras. Necesitamos afrontar un proceso de transformación serio, honesto, sin interferencias ni intereses políticos ajenos a este asunto. Hay quienes consideran que las propuestas son insuficientes, pero hay que tener en cuenta que partimos de muy atrás, de un modelo sumamente insatisfactorio e inadecuado y de unas enormes dificultades para avanzar. En todo caso, lo que no es admisible admitir, como se ha escuchado en estos días por parte de algunas voces que, en realidad, el modelo actual no precise cambios.  ¿Nos hemos ya olvidado de las muertes y de las carencias visibilizadas? ¿Obviamos la evidencia científica existente sobre las limitaciones de los macrocentros para ofrecer un buen cuidado? ¿Estamos dispuestos a seguir ignorando el necesario avance en competencias profesionales y en su correspondiente remuneración y mejora de las condiciones de vida y trabajo? Y sobre todo ¿dónde queda la dignidad, el bienestar, la salud y la autonomía de los ciudadanos que viven en residencias?

No cabe aceptar incongruencias entre discursos declarativos sobre la necesidad del transformar el actual modelo de cuidados y decisiones posteriores orientadas desde otros intereses. Estamos ante un cambio que obviamente precisa de una financiación suficiente, pero sin olvidar que esta debe ir necesariamente ligada al control de la calidad dispensada, de la garantía de los derechos de las personas que necesitan cuidados, promoviendo el desarrollo profesional, el trabajo decente y permitiendo la real participación de las familias en los centros.

Exigimos, por tanto, que los responsables políticos promuevan y lideren este necesario cambio cultural, alcanzando los consensos imprescindibles para desarrollar un sistema de cuidados de larga duración equiparable al de nuestros homólogos europeos.

Es momento de compromiso real, de decisiones basadas en el conocimiento, de altura de miras y de poner, de verdad, a las personas en el centro de las prioridades políticas. Porque las personas lo merecemos. Porque el cuidado ha de ser entendido como un asunto social, ético. Y por tanto del máximo interés y responsabilidad política.


Firmantes: 

  • Mayte Sancho Castiello. Psicóloga gerontóloga.
  • Teresa Martínez Rodríguez. Dra. en Ciencias de la Salud, psicóloga gerontóloga. Consejería de Derechos Sociales y Bienestar del Principado de Asturias.
  • Pura Díaz-Vega. Psicóloga gerontóloga.
  • Dolors Comas d´Argemir. Antropóloga. Catedrática emérita de la URV.
  • Adelina Comas Herrera. Economista. London School of economics.
  • Gerardo Amunarriz Pérez. Dr. en Economía.  Director General de Matía Fundazioa.
  • Fernando Fantova Azcoaga. Dr. en Sociología.  Consultor social.
  • Pilar Regato Pajares. Médica de Atención Primaria de Salud. Responsable del grupo de personas mayores de la SEMFYC.
  • María Izal Fernández de Troconiz. Dra. en Psicología. Catedrática. UAM.
  • Ignacio Montorio Cerrato. Dr. en Psicología. Catedrático. UAM.
  • Joseba Zalakain Hernández. Periodista. Director del SIIS.
  • Victoria Zunzunegui Pastor. Dra. en Epidemiología. Profesora honoraria de la U. Montreal.


13 de febrero de 2021

"Nuestros mayores", una expresión a debate. Por Teresa Martínez

 


La relación entre lenguaje y pensamiento, cómo las palabras construyen pensamiento y cómo nuestras creencias se consolidan o se van modificado a través de aquellas, es objeto de reflexión y estudio desde hace mucho tiempo.

Aunque en este blog ya he dedicado varias entradas a este asunto [Las palabras sí importan (2017) y Personas mayores, buen trato y mal trato (2020)], vuelvo de nuevo a ello. El motivo es un pequeño revuelo generado en twitter después que Jordi Évole recurriera a la expresión “nuestros mayores” para felicitar al magnífico programa sobre visiones en la vejez que emitió Salvados en la Sexta TV el pasado 31 de enero. Distintas organizaciones y algunos profesionales le advirtieron sobre la inadecuación de este término, sin en ningún momento atribuir a este reconocido periodista una intención ofensiva hacia las personas mayores.


“Nuestros mayores” es una denominación muy utilizada que habitualmente se enuncia  en un tono amable y condescendiente para referirse al variado conjunto de la población que ha superado cierta edad. Un término que enoja a gran parte del movimiento asociativo de personas mayores y también a distintas entidades relacionadas con el envejecimiento. 

Una expresión que ha sido repetida hasta la saciedad en esta pandemia por parte de políticos, medios de comunicación y también por profesionales. En la Declaración “Ante la crisis de la Covid-19: una oportunidad de un mundo mejor”, firmada por 1.134 personas de diferentes ámbitos y disciplinas, nos posicionábamos sobre las diversas carencias que había mostrado esta situación y la urgente necesidad de cambiar el actual modelo de cuidados de larga duración, así como sobre el edadismo todavía muy presente en nuestra sociedad y la conveniencia de un uso adecuado del lenguaje en los medios y foros públicos. Un reciente artículo de Feliciano Villar, catedrático de la UB, aborda precisamente la representación de los mayores en los medios durante la pandemia Covid-19 y el edadismo.

Un término controvertido que muchos desaconsejamos, pero en el que no todo el mundo parece encontrar motivo de inconveniencia. En un reciente post publicado en un blog del CENIE (Centro Internacional sobre el Envejecimiento), la filósofa Josefa Ros Velasco ofrecía su propio relato sobre el desarrollo de este incidente en la red y además compartía algunas dudas en cuanto a si no se estará otorgando una excesiva importancia al mero uso de algunos términos en relación a la vejez y a las personas mayores. Esto me anima a seguir y alimentar este debate que, sin ser nuevo, sigue vigente. 

Además de las importantes aportaciones procedentes de la filosofía del lenguaje, es crucial la investigación llevada a cabo en campos como la neuropsicología, la neurolingüística o la psicología social. Distintos trabajos muestran en las últimas décadas la estrecha y compleja conexión entre lenguaje y la triada pensamiento/emoción/comportamiento.  Los estudios de Damásio han revelado la definitiva y en ocasiones ignorada influencia de las emociones en la toma de decisiones. La magnífica compilación de John Bargh que lleva por título “Por qué hacemos lo que hacemos, el poder del inconsciente” resume hallazgos de enorme interés para profundizar en este campo. Las publicaciones de Luis Castellanos, filósofo español especializado en el lenguaje señalan los efectos de las palabras en nuestra conducta y bienestar. Las intervenciones psicológicas dirigidas a mejorar el estado de ánimo y a orientar cambios en la conducta utilizan técnicas diversas que encuentran en el lenguaje una vía para identificar y revisar creencias, significados y pensamientos desadaptativos. El couching organizacional presta una especial atención a lo que las personas decimos para conducir procesos de acompañamiento  individual y supervisión de equipos. 

La lista de campos, disciplinas y contribuciones que aportan en este objeto de estudio es inmensa. Pero en  el debate que nos ocupa, quiero detenerme ahora en el análisis realizado por el lingüista y científico cognitivo George Lakoff. Este autor afirma que el pensamiento humano se organiza a través de lo que denomina marcos mentales, los cuales sirven para organizar e interpretar nuestro mundo interconectando conceptos. Marcos mentales que son activados cuando, en la vida cotidiana, utilizamos o escuchamos ciertos términos. Especial poder, según este experto, tienen los que actúan a modo de metáforas. 


Pongamos un par de ejemplos de la influencia de estos marcos mentales cuando optamos por unas expresiones u otras. Una de las metáforas que mayor arraigo tienen en el campo de la demencia es la de interpretar esta como una “muerte en vida” y  a quienes la padecen, sobre todo cuando el deterioro progresa, como un “zombi” que, en realidad, ha dejado de ser persona. Utilizar expresiones como “los errantes” (para referirnos a las personas que con deterioro cognitivo caminan de forma continuada con riesgo de perderse) o la de “troncos vacíos” (para denominar a quienes ya tienen una demencia muy avanzada) activan estos marcos mentales. Los cuales no son inocuos porque parten de la consideración del "ya no es persona", lo que puede acabar conduciendo a un trato inadecuado (ignorar a la persona en la conversación, no dar opción a que se exprese, no buscar la lógica de sus comportamientos, no proteger su intimidad, etc., etc.) ante la percepción de "qué más da lo que yo haga o lo que diga, si total...¡ya no se entera!”. 

Ejemplos que pueden dar una idea de cómo el uso de ciertas expresiones, frente a otras opciones, no es una mera opción de estilo o de capricho.  Las palabras, el lenguaje que utilizamos, es el principal vehículo de nuestro pensamiento (no el único), se vincula a emociones y orienta el comportamiento. Nuestras palabras reflejan nuestra consideración hacia los demás y reflexionar sobre ellas puede ayudarnos a re-considerar nuestra mirada y a orientar nuestro trato. Porque según vemos, tratamos.  No podemos perder de vista, como afirma el filósofo Xavier Etxeberria, que el buen reconocimiento del otro es una condición de partida e indispensable para el buen trato.

Desde hace décadas, grupos sociales que se sienten y se encuentran objetivamente en desventaja social (mujeres, personas con discapacidad, personas con demencia, minorías étnicas, personas LGTBI…) vienen defiendo la importancia de un uso responsable e inclusivo del lenguaje que utilizamos cuando nombramos a las personas y cuando nos referimos a estos colectivos. 

Cobran una especial relevancia, por el impacto y potencial modelaje que tienen, los discursos realizados en foros públicos (políticos, expertas, responsables del sector público y privado implicados en los cuidados sociosanitarios, etc.), así como los mensajes ofrecidos por los medios de comunicación, los anuncios publicitarios o el cine. El movimiento cultural por el cambio en la consideración de la vejez y en el cuidado de larga duración, que defiende que los servicios sociales y sanitarios pongan realmente en el centro a las personas, también se posiciona en esta defensa. Como afirma la profesora Amparo Suay en un excelente artículo titulado “Una nueva mirada en el tratamiento de los mayores en los medios desde la ética de la comunicación”, ésta es una responsabilidad colectiva, en la que la vejez y las personas mayores han recibido una menor atención que otros grupos sociales.


 ¿“Nuestros mayores”?

Dicho esto, vayamos ahora a la expresión que motiva este post, la de  “nuestros mayores”, un término controvertido que provoca reacciones y posicionamientos diversos. Sobre todo porque cuando se recurre al mismo, la buena intención preside el propósito comunicativo de quien habla. Con esta denominación normalmente se pretende mostrar cariño, compromiso, apoyo, respeto, homenaje y tributo a toda una generación. Sin pretender por mi parte desestimar la importancia de la intención comunicativa en el significado del lenguaje, vengo defendiendo y mantengo que el término “nuestros mayores” no es apropiado y debería  ser evitado cuando nos referimos en general a las personas mayores y especialmente en las intervenciones públicas


La intención comunicativa es un elemento importante para enjuiciar el significado de quien se expresa, pero no es el único en juego cuando nos referimos a la construcción de una visión colectiva de la vejez y a la percepción social de las personas mayores. No considero aceptable este término por varios motivos. 

En primer lugar, porque expresa uniformidad en cuanto al género y en cuanto al grupo. Y si hablamos de la vejez, del envejecimiento y de las personas mayores, nada más alejado de la realidad. Como bien sabemos, la evidencia científica reitera la enorme heterogeneidad que acompaña al proceso del envejecimiento humano. 

En segundo lugar, porque el uso del posesivo denota propiedad, escenario relacional que se aleja sustancialmente del de la interdependencia, que es a mi juicio el adecuado para comprender y abordar las relaciones entre personas, grupos y comunidades. 

En tercer lugar, porque la intención mayestática (mostrar respeto, admiración, honrar, brindar homenaje...) que puede albergar esta expresión, teniendo en cuenta los contextos temáticos en los que el discurso sobre la vejez suele producirse (problemas de salud, pensiones, protección social, situaciones derivadas de la fragilidad o la dependencia) queda subsumida por un abrazo paternalista y por el mensaje de estar ante un grupo desprotegido, carente,  frágil y, en consecuencia, necesitado de protección permanente. Algo que no responde a la realidad ni representa a la mayoría de las personas mayores, con capacidad y suficiente competencia para seguir dirigiendo su vida y tomar sus propias decisiones, sin necesidad alguna de sobreprotección por muy bienintencionada que ésta sea.

Tampoco me convence el mensaje que suele acompañar a esta expresión que de forma continua apela a la obligación moral de devolver a  “nuestros mayores” lo mucho que hicieron por la sociedad actual. Con ello no quiero restar valor al concepto de reciprocidad, esencial en las relaciones comunitarias, pero creo que es peligroso deslizar al terreno del agradecimiento lo que son sus derechos de ciudadanía (salud, pensiones, servicios sociales o vivienda, entre otros) y a los que las personas mayores, al igual que el resto de la sociedad, deben tener acceso. 

Propongo ahora hacer un ejercicio: pensar en la expresión “nuestros mayores”  cambiando de protagonistas. Si esta elocución se aplicara a otros grupos, si por ejemplo un(a) periodista o un(a) político dijera “nuestras mujeres” o “nuestros discapacitados” ¿qué reacción provocaría? ¿sería la misma que cuando se aplica a la población mayor? Lo pongo en duda. Probablemente la respuesta por parte de los colectivos que desde hace décadas defienden procesos de empoderamiento de estos grupos y personas no se haría esperar. Y creo que con muchísima razón. Preguntémonos entonces por qué esta denominación en las personas mayores no choca tanto. ¿Tal vez tenga que ver con creencias profundamente arraigadas, muchas de ellas inconscientes, que vinculan a las personas mayores con uniformidad, con falta de competencia, con carencia, con una caracterización que les infantiliza y con la  necesidad de protección permanente? Es amplia la literatura especializada que muestra la existencia de estos estereotipos negativos hacia las personas mayores, además de su relación con la discriminación social (edadismo) y el mal trato. De especial interés son los trabajos realizados por la profesora emérita de la UAM, Rocío Fernández-Ballesteros, reconocida gerontóloga en el ámbito nacional e internacional.

No me canso de recomendar el rotundo artículo de Anna Freixas, Solo míapublicado en el diario el País, en el que alude a la utilización de este término. Esta veterana, experta gerontóloga feminista, argumenta el paternalismo no deseado que esta expresión encierra, afirmando además que recurrir a la estrategia de la continua sentimentalización de la vejez no es más que una forma de menosprecio. No puedo estar más de acuerdo.

Para ir acabando también quiero hacer referencia al cuestionamiento de la  legitimidad de quienes todavía no han llegado a una edad avanzada para expresar consideraciones, en este caso, de cómo debe ser el lenguaje sobre la vejez y las personas mayores. Josefa Ros plantea si esto, acaso, no supone una muestra más del paternalismo que se pretende erradicar, al opinar y querer decidir sobre cómo las personas mayores deben ser nombradas.   

No cabe duda que la participación de las personas afectadas debe presidir en primera línea el diseño y desarrollo de las políticas, decisiones y propuestas. Pero, en primer lugar, hemos de saber que sobre esta cuestión el movimiento asociativo de personas mayores, tanto en nuestro país como en otros, ya se ha pronunciado. Distintas organizaciones, entre las que cabe citar a la  Confederación Española de Organizaciones de Mayores (CEOMA) y a la Unión Democrática de Pensionistas y Jubilados de España (UDP) rechazan con contundencia el lenguaje discriminatorio y concretamente el uso de la expresión “nuestros mayores” como se puede consultar en sus comunicados públicos y en las guías elaboradas para un uso responsable del lenguaje (al final de este artículo dejo algunos enlaces).

Pero además, me parece un error defender que quienes no hayan llegado a cierta de edad (¿cuál…a los 60, a los 65, a los 70, a los 83…?) deberían permanecer a la espera de pronunciarse, de pronunciarnos, sobre cuestiones que nos afectarán, salvo fallecimiento previo, en un futuro. Porque esto supondría trasladar el asunto del la vejez a un grupo poblacional cuando es algo que nos incumbe a todos, a todas. El envejecimiento debe ser abordado desde una perspectiva de ciclo vital y desde un enfoque intergeneracional, como así se lleva planteando, al  menos en un plano declarativo, en las distintas convenciones y documentos de consenso internacional que abordan y pretenden orientar las políticas de envejecimiento.

Comparto la advertencia del riesgo de quedarnos en el nivel superficial de las palabras. El análisis del lenguaje debe permitirnos captar el significado de nuestras expresiones,  tomar consciencia de la visión o significado que estas encierran y también del tipo de relaciones interpersonales y de reparto del poder que sostienen. Por ejemplo, no es lo mismo decir "en este centro les dejamos tomar sus propias decisiones" que "en este centro las personas toman sus propias decisiones".  

La revisión reflexiva del lenguaje en el cuidado que abordo en algunos de mis trabajos en los servicios gerontológicos, busca precisamente esto. El chequeo del lenguaje en las organizaciones es una práctica potente y muy recomendable. Para avanzar hacia modelos de atención centrada en la persona, ahora muy de moda con el riesgo que ello implica, es un ejercicio muy valioso ya que nos permite identificar creencias y actitudes sobre las que deberemos trabajar. Poco conseguiríamos si nos limitáramos a elaborar un listado de nuevas expresiones “políticamente correctas” tras un ejercicio automático de sustitución de palabras.

Las palabras sí que importan. Importan en todos los terrenos de la vida: en la familia, en las relaciones interpersonales, en el trabajo, en los negocios, en el arte o en el amor. En los procesos de cambio y aprendizaje, el lenguaje es un aliado imprescindible. No es algo baladí, su modo de utilización no resulta inocuo, aunque se aplique sin intención de dañar u ofender. En el contexto de los cuidados, las palabras tienen un especial efecto y poder porque afectan a personas muy vulnerables. En la construcción de un necesario cambio cultural en la vejez, en el que muchos y muchas estamos comprometidos, también. Como afirma George Lakoff “pensar de modo diferente requiere hablar de modo diferente".

Espero que estas consideraciones contribuyan al necesario debate sobre un lenguaje no discriminatorio en la vejez, el cual, sin duda, será de gran valor para seguir avanzando en este imparable proceso de re-construir una visión de la vejez según la cual las personas seamos vistas y apreciadas desde el valor y singularidad que guía cada proyecto de vida. En la que seamos vistas y apreciadas desde nuestras capacidades, contando con oportunidades para seguir contribuyendo a la sociedad de la que formamos parte, desde nuestros deseos de seguir viviendo con sentido y conectadas con los demás, aunque en ocasiones o llegado el caso, precisemos para ello apoyo, cuidados y protección de las comunidades a las que pertenecemos.

 

Algunas guías y documentos de recomendaciones publicados sobre el uso del lenguaje en relación al envejecimiento, a las personas mayores y al cambio cultural en el cuidado.

  

 


15 de junio de 2020

Personas mayores, lenguaje y buen/mal trato




El 15 de junio ha sido declarado por Naciones Unidas, como el Día Mundial de la Toma de Conciencia del Abuso y Mal trato en la Vejez, con el propósito de sensibilizar y alertar sobre este grave problema a la población mundial.

El maltrato en la vejez es un asunto multidimensional y lleva siendo objeto de atención y estudio desde hace décadas. En esta entrada quiero referirme al lenguaje cotidiano, un elemento de enorme trascendencia pero todavía bastante ignorado en la consideración de las personas mayores y, en consecuencia, un potencial canalizador del buen o del mal trato.


El lenguaje, espejo de nuestras creencias sobre la vejez y sobre las personas mayores

El lenguaje es el principal vehículo de nuestro pensamiento. Nuestras palabras reflejan las creencias que tenemos sobre el mundo. Dan cuenta de nuestra consideración de la vejez, de la discapacidad, de las personas mayores y del buen cuidado. Muestran la presencia o ausencia de reconocimiento a la dignidad inherente a todo ser humano. Sabemos, también que el pensamiento va ligado a las emociones y ambos influyen en el comportamiento.

Nuestras palabras son importantes en todos los ámbitos de la vida, pero resultan de especial relevancia en las personas y en los grupos especialmente vulnerables.  Sobre ello publiqué ya hace tres años un artículo en este mismo blog titulado Las palabras sí importan, que a su vez es un taller de formación reflexiva que vengo desarrollando con profesionales dedicados al cuidado de las personas en situación de dependencia.


El lenguaje que utilizamos para referirnos a las personas de más edad, a menudo, muestra una mirada impregnada de los numerosos estereotipos que se atribuyen a este grupo por el mero hecho de tener una edad avanzada. Características con frecuencia altamente negativas que etiquetan al conjunto de personas mayores como enfermas,  dependientes, con falta de competencia e incapacidad para aprender. Atributos que las muestran como si fueran niños, siempre frágiles, indefensas, aisladas y desprotegidas. Todo ello desde una apreciación de uniformidad,  como si el hecho de llegar a una edad actuara a modo de borrador de las diferencias individuales y nos convirtiera, de repente, en alguien “que ya es mayor” y, por tanto, necesitado de protección permanente. La edad, entonces, se muestra como una circunstancia capaz de explicar casi todo lo que sucede o acompaña a la persona, por el mero hecho de haber pasado al cajón de “los mayores”. 



La investigación científica señala que estas conclusiones se alejan de la realidad. Numerosos estudios procedentes de distintos campos de conocimiento muestran reiteradamente que la principal característica del proceso de envejecer es, precisamente, su enorme heterogeneidad. La evidencia empírica también nos advierte de que los estereotipos, en personas mayores, son la puerta de entrada del mal trato. Estos, frecuentemente asociados a creencias erróneas sobre los elementos carenciales de ésta, conducen a una mirada que simplifica y conduce a la estigmatización y a su menosprecio, al ignorar su variabilidad y, con ello, el valor que tiene cada individuo como un ser único y valioso, desde su trayectoria de vida, desde su diferencia.


El lenguaje sobre las personas mayores ante la  Covid-19

La pandemia ocasionada por este nuevo coronavirus ha sacado a la luz distintas actuaciones que ponen en tela de juicio el reconocimiento y el valor social que se otorga a las personas mayores.

Algunos de los sucesos acontecidos en nuestro país parecen haber conculcado derechos de las personas por el mero hecho de tener una edad avanzada, como la limitación que se ha producido en algunas Comunidades Autónomas en el acceso a determinadas atenciones y servicios sanitarios. Decisiones y actuaciones que están siendo analizadas y judicialmente investigadas.

Otras actuaciones más sutiles, pero también cargadas de un trasfondo claramente discriminador, como es el uso reiterado de un lenguaje marcadamente paternalista, parece que pasan de una forma inadvertida.

Algunas expresiones, como “nuestros mayores”, “nuestros abuelos”, tan bien intencionadas como tan poco reflexionadas, han sido repetidas hasta la saciedad por políticos, tertulianos y medios de comunicación. Elocuciones que ponen de manifiesto una visión estereotipada de la vejez que nos conduce a pensar y a considerar a las personas mayores como un grupo homogéneo necesitado de protección y afecto permanente. 

Recomiendo la lectura del rotundo artículo de Anna Freixas, titulado Solo mía, publicado en el periódico El País, donde esta veterana, experta gerontóloga feminista, ofrece argumentaciones que comparto en su totalidad, en relación al paternalismo no deseado que esta expresión encierra y a la consideración de que el recurso a la estrategia de la continua sentimentalización aplicada a la vejez no es más que una forma de menosprecio.


El lenguaje cotidiano en el cuidado de las personas mayores

Nuestro lenguaje, verbal y no verbal, es el instrumento básico para la comunicación interpersonal. El cuidado, desde el marco del buen trato, debe ser entendido esencialmente como un espacio de encuentro y de comunicación. Desde esta asunción, no podemos olvidar que nuestras palabras (junto con nuestros gestos y otras formas de lenguaje corporal) pueden ser elementos de buen trato, pero también ser una nociva fuente de maltrato. 

El lenguaje que dedicamos a la vejez y a las personas mayores viene siendo objeto de estudio desde hace décadas. En esta linea de investigación, el denominado “elder speak” ha sido definido como una forma de hablar que trata a las personas mayores como si fueran niños/as (entonación infantil, tono agudo, habla lenta, reducción de la longitud de las frases, simplificación gramatical,  uso de diminutivos, alta utilización de imperativos, términos excesivamente sentimentales, etc.) es un estilo de interacción que ha llegado a ser considerada como una forma de mal trato psicológico.

Nuestro lenguaje puede ser respetuoso, empático, acogedor y actuar así como un potente elemento empoderador de las personas que precisan cuidados. Pero también puede ser descalificador, amedrentador, amenazante, humillante y, en consecuencia, dañino y desempoderador. Unas veces de forma evidente y clara, y otras ejerciendo una influencia más sutil y  menos visible pero altamente perjudicial para las personas.




Personas mayores y lenguaje cotidiano. El poder de las palabras.

Quiero aprovechar esta entrada para difundir uno de mis últimos trabajos, una guía que lleva este título, destinada a orientar la revisión del lenguaje en los servicios y organizaciones dedicadas al cuidado de las personas mayores. El documento ha sido editado por Fundación Pilares, a quien agradezco de nuevo la publicación de este trabajo, en su colección Guías de la Fundación.


En este documento, escrito de una forma sencilla y con un formato práctico, analiza alrededor de 150 términos y expresiones habitualmente usados en los entornos de cuidados. Un trabajo que recopila observaciones y reflexiones recogidas en estos diez últimos años mediante sesiones de revisión participativa en las que se han implicado diferentes profesionales de centros de atención a personas mayores y a personas con discapacidad, a quienes también aprovecho estas líneas para expresar mi agradecimiento por su interés y compromiso con la mejora de la atención.

Quiero  destacar que aunque esta guía recoge variadas y numerosas expresiones que proceden de los entornos de cuidados, no es solo de interés para el ámbito profesional sino que también puede serlo para responsables públicos y privados, medios de comunicación y para la sociedad en general.

Debo insistir en que el propósito de esta guía no es ofrecer un listado de términos políticamente correctos sino orientar un proceso reflexivo sobre el lenguaje que utilizamos y de este modo tomar consciencia de nuestras creencias sobre las personas que precisan apoyos, sobre la vejez, la discapacidad y el buen cuidado.



Nota: Los derechos comerciales de esta obra han sido cedidos gratuitamente a Fundación Pilares, al igual que en publicaciones anteriores, desde mi reconocimiento y apoyo a su labor.



Esta guía se presentó el pasado 11 de de junio en un Webinar en el que participé acompañada de Pilar Rodríguez (presidenta de F. Pilares) y Loles Díaz Aledo (periodista jubilada).





En estos momentos, tras las duras situaciones vividas, especialmente para las personas mayores, sus familias y los profesionales, hemos podido visibilizar carencias en el actual modelo de cuidados a las personas en situación de dependencia de nuestro país. Carencias que no eran nuevas pero que han servido para quitar la venda a la sociedad. 

Asistimos, por tanto, a un momento de especial sensibilización social sobre la necesaria mejora que se precisa en los servicios que ofrecen cuidados de larga duración. Una mejora que no debería centrarse solo en la prevención de futuros contagios o emergencias sanitarias, sino  en ofrecer cuidados que permitan a las personas disfrutar de vidas dignas, lo que se traduce en lograr unos cuidados, en casa y en centros, que respeten y reconozcan a las personas como seres siempre valiosos y con derecho a mantener proyectos de vida propios y deseados.

Para ello, considero imprescindible, además de prever medidas que conduzcan a una actuación rápida y coordinada con los servicios sanitarios ante hipotéticas situaciones de emergencia, liderar una reforma en profundidad del actual modelo de cuidados, como así manifestamos más de mil firmantes en la Declaración Conjunta en favor de un necesario cambio en el modelo de cuidados de larga duración de nuestro país  ANTE LA CRISIS DE COVID-19: UNA OPORTUNIDAD DE UN MUNDO MEJOR.

Una transformación del sector en la cual es imprescindible partir de una profunda reflexión sobre cuál es y debe ser nuestra consideración social sobre la vejez y de las personas mayores que precisan cuidados.

La sensibilización de la sociedad sobre un uso responsable del lenguaje debería considerarse uno de los  objetivos prioritarios para conseguir un auténtico proceso de transformación. La reflexión sobre la mirada a la vejez, sobre las palabras que dedicamos a las personas mayores, se torna indispensable, no solo por parte de los profesionales sino también por responsables políticos, medios de comunicación, expertos y expertas de distintos ámbitos, familias y sociedad en general. Porque, como argumenta el lingüista y científico cognitivo George Lakoff, las palabras, las expresiones que utilizamos en el día a día activan marcos mentales previos que interpretan nuestro mundo, siendo preciso en ocasiones utilizar otras palabras que activen o creen marcos diferentes.