Ante la petición del plus de “peligrosidad” en el cuidado de larga duración. Una llamada a la reflexión.
Asistimos en Asturias a un momento de reivindicación laboral sobre el cuidado de personas en residencias de personas mayores donde se reclama el cobro de un plus de “peligrosidad”, junto con ratios presenciales suficientes para poder avanzar hacia un nuevo modelo de cuidados.
La reivindicación de este plus no es un asunto nuevo. Desde el movimiento sindical se reclama esta petición ahora con mayor rotundidad, exigencia a la que se han sumado partidos políticos de muy diferente ideología. Una retribución que viene siendo aplicada a ciertas categorías profesionales de atención directa en algunos servicios de atención a personas con discapacidad intelectual y enfermedad mental. Se exige en estos días también para las residencias de personas mayores argumentando que a estos centros cada vez “llegan más psiquiátricos” y que son “agresivos”.
Vaya por delante mi reconocimiento al conjunto de profesionales implicados en el cuidado de larga duración y al gran papel que vienen desempeñando. Pero desde mi respeto a todos los actores de este debate, con razones y argumentos que siempre deben ser escuchados, creo que estamos ante un momento de confusión donde se mezclan conceptos, demandas e intereses diversos. Creo que justo ahora hace falta una reflexión de mayor profundidad sin perder de vista un asunto central: la consideración de las personas implicadas en el cuidado desde su dignidad. Por esto me he animado a escribir en mi blog esta nueva entrada, como profesional independiente comprometida durante más de 35 de profesión con impulsar un cuidado que ponga en el centro a las personas (en plural). Espero que lo que expongo a continuación así se entienda.
La importancia del lenguaje que usamos en el cuidado cotidiano, en las normativas que lo amparan, en los procedimientos que lo organizan, en la legislación laboral que lo regula y también en las demandas laborales o sindicales, no es una mera opción de estilo o de capricho. El lenguaje que utilizamos, es el principal vehículo de nuestro pensamiento, individual y colectivo. Creencias que se vinculan a emociones y que predisponen comportamientos. El lenguaje en el discurso privado, pero especialmente en el público, importa enormemente, no es algo baladí.
La relación entre lenguaje y pensamiento, cómo las palabras construyen
pensamiento y cómo nuestras creencias se consolidan o se van modificado a
través de aquellas, es objeto de reflexión y de estudio desde hace mucho
tiempo. Distintos trabajos muestran en las últimas décadas la estrecha y
compleja conexión entre lenguaje y la triada: pensamiento, emoción y comportamiento. El lingüista y científico cognitivo George
Lakoff afirma que el pensamiento humano se organiza a través de lo que denomina
marcos mentales, los cuales sirven para organizar e interpretar nuestro mundo
interconectando conceptos. Marcos
mentales que son activados cuando, en la vida cotidiana, utilizamos o
escuchamos ciertos términos.
Enmarcar el cuidado como peligroso o penoso no es algo innocuo
El cuidado a personas en especial situación de
vulnerabilidad no puede conceptualizarse como algo peligroso ni penoso.
Si nombramos a quienes cuidamos como seres “peligrosos”
o consideramos que cuidarles es “penoso” estamos reforzando un marco mental no
apreciativo del valor de la persona, un marco donde cuidar es algo negativo,
lo que nos puede llevar al rechazo y a la desconsideración. Nombrar a las personas
desde estos marcos refuerza el estigma, genera daño y atenta contra la dignidad de las mismas.
La mirada a las personas a quienes cuidamos es el punto de
partida del buen o mal trato/cuidado. Si
nuestra mirada parte del respeto de la dignidad, de la aceptación, del objetivo de lograr apoyos personalizados, nos predispondremos, al menos de inicio, hacia
el buen trato y al cuidado digno. Si, por el contrario, nuestra mirada parte del
dis-valor, de una apreciación negativa de las personas, del estigma, de su etiquetaje, la puerta
de entrada al trato inadecuado queda abierta.
La necesidad de apartarse del estigma que conlleva la consideración
de las personas con discapacidad como “peligrosas” es defendida explícitamente
por la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad a la que España
se adhirió en el año 2007, lo cual la convierte en norma de obligado cumplimiento en nuestro país.
El hecho es que este reclamado plus de peligrosidad está
definido en la legislación laboral y se viene aplicando a diferentes categorías profesionales de atención directa en ciertos recursos de atención social y sanitaria a personas con discapacidad.
El otro día asistí a una interesantísima jornada de la asociación asturiana A
Teyavana, implicada activamente en el cuidado digno de personas con enfermedad
mental. Se insistió repetidamente, por parte de personas usuarias, familiares,
profesionales y expertos/as que participaron en la misma, en la necesidad de denunciar
el arraigado estigma de las personas con enfermedad mental, considerados habitualmente
como peligrosos, cuando los datos indican que los comportamientos agresivos no
son más altos que en la población “normal”. ¿Cómo casa la necesidad de frenar este
nocivo estigma con el hecho de que en distintos servicios de salud mental y
también en centros de discapacidad intelectual algunos profesionales estén
cobrando todos los meses el correspondiente plus de peligrosidad?
Obviamente, no defiendo bajar los salarios de los y las profesionales
que se dedican a la atención de personas con discapacidades. Todo lo contrario,
es necesario reconocer y
dignificar la profesión de cuidar, tan ignorada y tan escasamente valorada. Pero
creo que es necesario detenernos a analizar el significado y las implicaciones de estos
pluses, que pueden actuar como activadores de la idea de que se está cuidando a "seres peligrosos", intrínsecamente agresivos o que cuidar es siempre
algo negativo. Consideraciones que no solo son inciertas, sino que además son moralmente
inaceptables.
Las normas, los pluses laborales y otros
instrumentos administrativos, son herramientas ideadas y acordadas para ordenar
una vida justa y buena. Son simples medios que, si hay voluntad, pueden ser modificados tanto en su concepto como en su nomenclatura. Nuestra carta magna, la Constitución del 78, va a ver corregido el texto de su artículo 49 donde todavía se habla de “disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos…”, tras dos décadas
de reivindicación del movimiento asociativo de la discapacidad, al entenderlo como
una terminología desfasada, ofensiva y denigrante para las personas.
¿No es posible elevar una petición similar y defender el “stop” al estigma en
las personas con discapacidad evitando que su cuidado se conceptualice y se retribuya
como algo “peligroso” o “penoso”? Creo que es preciso debatir las
características que describen el cuidado de larga duración ¿peligrosidad vs complejidad?
¿penosidad vs necesidad de apoyos a quienes cuidan?... En mi opinión, hemos de defender un salario digno para los y las profesionales sin recurrir a descripciones o soluciones
que dañen la dignidad de las personas implicadas en el cuidado. Porque el cuidado es, sobre todo, relación interpersonal de apoyo y convivencia.
Cuidar implica, en ocasiones, atender situaciones complejas y
esto requiere de apoyos diversos
Dicho todo lo anterior, también creo que hay que poner de manifiesto que el cuidado, en ciertas situaciones, puede entrañar gran complejidad. Los profesionales de atención directa se enfrentan, en ocasiones, muy solos y sin la formación suficiente, a situaciones difíciles que generan sufrimiento a ellos mismos y también a las personas a las que atienden. Estoy refiriéndome a ciertos comportamientos (no a personas) autoagresivos, heteroagresivos o altamente disruptivos que acarrean un gran malestar.
Estas situaciones difíciles vinculadas al cuidado de personas generan un alto estrés a quienes cuidan (también en las propias personas y en las familias), lo que no se arregla con una paga “por aguantar lo que toca”. Estas conductas complejas precisan de profesionales suficientes, bien formados, con habilidades para su abordaje y, en ocasiones, también de apoyos especializados sociosanitarios que busquen respuestas adecuadas a situaciones que, sin ser mayoritarias en los centros de personas mayores, suponen dificultades reales que no están todavía bien resueltas.
Los protocolos “anti-agresión”
Considero que también es necesario redefinir los actuales
protocolos “anti-agresión” que se aplican cuando un trabajador/a recibe puntualmente una
agresión por parte de una persona usuaria en un centro de atención a personas en
situación de fragilidad o dependencia. La mayoría son personas con deterioro cognitivo,
enfermedad mental o discapacidad intelectual. Personas altamente vulnerables.
Son protocolos que, habitualmente, se limitan a “sacar la
foto” del resultado final: el daño que se ocasiona al profesional. Ignoran o invisibilizan
qué estaba pasando o qué llevó a esta consecuencia final.
Es necesario dar un giro a estos procedimientos, denominarlos y diseñarlos desde otra mirada, de modo que realmente sirvan para recoger, documentar y analizar lo sucedido, permitiendo comprender y aprender de las secuencias de interacción/trato (bidireccionales) que se han producido y de este modo poder apoyar una actuación profesional basada en la buena praxis, avalada por la ética y por la evidencia científica.
Muchas veces, lo sabemos, estas reacciones
etiquetadas como “agresivas” son las únicas respuestas que una persona puede dar ante
situaciones que no comprende y ante las que pretende defenderse. Reacciones emocionales que son consecuencia de servicios
rígidos, de ratios insuficientes que no permiten ofrecer un cuidado realmente personalizado. Estos procedimientos deben
servir para proteger los derechos de las
personas (residentes y profesionales), identificar las posibles carencias de los servicios (de recursos, de
formación, de sus prácticas profesionales y organizativas, etc.) y asegurar así tanto el buen trato al profesional que cuida como a la persona que recibe atención.
En positivo, hacia una nueva
mirada al cuidado de larga duración
En este camino de cambio en el modelo y sistema de cuidados
de larga duración, tenemos todavía mucho trabajo por delante.
Por ello, es indispensable reflexionar y canalizar demandas que eviten la estigmatización. Hago una llamada a situarnos en el marco ético del buen cuidado, al compromiso de los agentes implicados, al rigor y al respeto de los derechos de TODAS LAS PERSONAS, de quienes cuidan y de quienes reciben cuidados. Sin que se laceren los de unos por defender los de los otros.
Aprovecho este post para recomendar la lectura del Decálogo Nueva mirada al cuidado. Desterrando mitos, elaborado por la Red CuidAs, donde se comparten una serie de consideraciones pensando en las personas, en plural, implicadas en el cuidado: personas que reciben cuidados, profesionales y familias.
Construyamos un camino donde el cuidado dignifique a todas
las personas comprometidas con el mismo. Esto es posible si existe
diálogo constructivo y si este legítimo debate se lidera desde una reflexión que tome como base la ética.
Como dice el profesor Lakoff, “pensar de modo diferente, requiere
hablar de modo diferente”. Llevándolo al nuestro terreno: un nuevo modelo de
cuidados requiere de términos, de palabras, de pluses, de normas, y por supuesto
también de compromisos, alineados con otra mirada al cuidado. En este camino nos encontramos, afortunadamente, cada vez más personas.